Últimamente se está debatiendo la idoneidad de establecer la cadena perpetua en nuestro ordenamiento. Como suele suceder en estos casos la petición no procede de una reflexión objetiva y razonada sino del impacto emocional de un crimen terrible como el de Marta del Castillo.
No es mi objetivo enfangarme en este asunto, pero quería comentar que hace unos años tuve que hacer un trabajo para la universidad cuya investigación me dejó perpleja. El trabajo analizaba la eficacia del establecimiento de penas de muerte, cadena perpetua y otras penas sobre la reducción de los delitos de toda índole.
En él analizaba estadísticas de distintos sistemas penales, tanto geográficamente como históricamente. Para mi sorpresa resultó que lo más eficaz era la aleatoriedad.
Resulta que en la China imperial se utilizaba un método que consistía en aplicar el castigo de la ejecución a aquellos penados que estando en una lista veían su nombre manchado de tinta roja. La mancha procedía de una pincelada por parte de la autoridad competente; pincelada que daba con los ojos cerrados. Así, te podían ejecutar por haber robado, violado o asesinado, daba igual.
Como resultado el índice de criminalidad se redujo sustancialmente.
Esto demostraba que la duración de la pena apenas tenía efecto sobre la conducta de los criminales, y reducía al absurdo el debate sobre la duración o dureza de las mismas.
Os parecerá una tontería pero para mí fue muy interesante ver cómo, aún prescindiendo de toda connotación moral y basando el análisis en datos sobre eficacia, ni la pena de muerte ni la cadena perpetua resultaban más eficaces que otros sistemas a no ser que su aplicación fuera aleatoria (algo inadmisible en nuestros días).